Sus ojos enfermaron progresivamente cuando ella falleció, y terminó por perder la vista. Empezó a vagar por las calles inclinado por el peso de aquella pétrea joroba de soledad, tan fría como los alfileres que agujereaban sus dañadas pupilas. Un alma piadosa tuvo la paciencia de enseñar a leer con los dedos a aquel hombre envejecido prematuramente. En su rígido aislamiento, el invidente comenzó a compilar todos los cuentos de amor que fueron descubriendo sus dedos. Los apiló e hizo con ellos un fajo pesado.Se marchó a la montaña callada, para vivir rodeado de la humedad de los árboles y del calor de los cuentos de amor. Con el tiempo…, sus huellas se fueron desgastando entre las páginas de los libros y entre los ásperos troncos gigantes en los que se apoyaba. Pero el anhelo de contar algún día esos cuentos a su amada le infundía el vigor suficiente para continuar memorizándolos.Cuando acabó de retener todas las palabras del último cuento, volvió la luz de ámbar a sus ojos cetrinos. Entonces pudo admirar embelesado a su mujer, nadando como una ninfa encantada, en las verdosas aguas del cenagoso pantano que lo estaba esperando.
/AnA GaliNdo/
IlusTración DiaNa Elliott